Papeete, Tahiti, Polinesia Francesa. Al regresar de un viaje uno tiende a explicar a sus amigos lo bien que se lo ha pasado y lo bonito que ha sido todo, omitiendo deliberadamente momentos no tan memorables. En una luna de miel que incluya, por ejemplo, tres noches en Bora Bora en uno de esos bungalows sobre el agua (un pack de lo más normal aquí), es posible que la pareja haya tirado la casa por la ventana por una vez en su vida, invirtiendo en esos tres días una porción considerable de su salario anual. Pues bien, lo que nunca veremos en la agencia de viajes y sus maravillosos folletines de la Polinesia es una foto de la isla...¡lloviendo! Y sí, aquí llueve. Y a veces lo hace una semana entera, y con ganas. Y con la lluvia, o simplemente con un cielo encapotado, desaparecen por arte de magia todas y cada una de las tonalidades de aquel fantástico folleto de la agencia de viajes. Los verdes esmeralda, azules eléctricos, y blancos algodonosos de la foto han virado a un monótono gris plateado, que tiñe hasta las coloridas escamas de los peces bajo el agua. Y tú te pasas tres días atrapado en el bungalow, mirando en el canal de TV de propaganda de tu hotel cómo hubiera sido todo sin la lluvia.
También pueden ocurrir otras cosas aún más desagradables, como perder el pasaporte sabiendo que tu viaje de vuelta incluye una simpática visita con los chicos del departamento de inmigración nortamericano, o que te roben el dinero, o que en tu cámara fotográfica aparezca el mensajito error bloqueando irremediablemente cualquier acción posterior, o que te caigas de la moto que has alquilado durante el tour-de-l’île y pases el resto del viaje con muletas, o simplemente que te ocurra lo siguiente:
Ayer, al levantarme y salir afuera a respirar el aire, noté algo raro en el hotel. Había como “más gente”. OK, es fin de semana y quizás han llegado más turistas, pensé. Pero es que se parecían mucho entre ellos. Tenían un look...como diría yo...diferente: camisetas apretadas, sandalias de natación, pantalones pirata, y un ligero parecido a Yuri Gagarin.
Resulta que había desembarcado nada menos que un regimiento de 270 húngaros, empleados de un banco de Budapest, que disfrutaban de un maravilloso viaje de empresa. En todos los rincones del hotel te encontrabas a un grupito. Era difícil hacer una foto sin que se te colase un húngaro por algún rincón del encuadre. En un plis-plás, me encontraba en Budapest.
Hasta aquí normal. Pero de todos es conocida la afición de los del este por el etanol y sus derivados. Resulta que ayer noche se fueron de discotecas por Papeete. Volvieron a altas horas de la madrugada y acabaron todos en la piscina, vestidos, etílicos perdidos. Yo no presencié semejante hazaña, pero la conductora del transfer me dice que fue penoso.
Total que se van hoy. Uff -pienso. ¿Y adónde van? ¡Al Paul Gauguin!
El Paul Gauguin es el crucero de lujo de estas tierras. Hace el recorrido Tahiti-Huahine-Raiatea-Bora-Taha-Tahiti. Y aquí vuelvo al tema inicial: imagínate que llevas años ahorrando para tener un camarote en el Paul Gauguin, dispuesto a pasar unos días de inolvidable tranquilidad y romanticismo con tu pareja, bajo el silencio de las estrellas, disfrutando de la paz y ritmo de los mares del sur, y de repente te encuentras atrapado en un barco en medio de 270 húngaros. No te lo puedes creer. Tiene que haber un error. ¡Eso no no los dijeron en la agencia! -piensas. Y te toca tragar.
O eso, o le das la vuelta al asunto y aprovechas para conocer Hungría. ¡Y mira, al final, por el precio de uno acabas conociendo dos países, tú!
También pueden ocurrir otras cosas aún más desagradables, como perder el pasaporte sabiendo que tu viaje de vuelta incluye una simpática visita con los chicos del departamento de inmigración nortamericano, o que te roben el dinero, o que en tu cámara fotográfica aparezca el mensajito error bloqueando irremediablemente cualquier acción posterior, o que te caigas de la moto que has alquilado durante el tour-de-l’île y pases el resto del viaje con muletas, o simplemente que te ocurra lo siguiente:
Ayer, al levantarme y salir afuera a respirar el aire, noté algo raro en el hotel. Había como “más gente”. OK, es fin de semana y quizás han llegado más turistas, pensé. Pero es que se parecían mucho entre ellos. Tenían un look...como diría yo...diferente: camisetas apretadas, sandalias de natación, pantalones pirata, y un ligero parecido a Yuri Gagarin.
Resulta que había desembarcado nada menos que un regimiento de 270 húngaros, empleados de un banco de Budapest, que disfrutaban de un maravilloso viaje de empresa. En todos los rincones del hotel te encontrabas a un grupito. Era difícil hacer una foto sin que se te colase un húngaro por algún rincón del encuadre. En un plis-plás, me encontraba en Budapest.
Hasta aquí normal. Pero de todos es conocida la afición de los del este por el etanol y sus derivados. Resulta que ayer noche se fueron de discotecas por Papeete. Volvieron a altas horas de la madrugada y acabaron todos en la piscina, vestidos, etílicos perdidos. Yo no presencié semejante hazaña, pero la conductora del transfer me dice que fue penoso.
Total que se van hoy. Uff -pienso. ¿Y adónde van? ¡Al Paul Gauguin!
El Paul Gauguin es el crucero de lujo de estas tierras. Hace el recorrido Tahiti-Huahine-Raiatea-Bora-Taha-Tahiti. Y aquí vuelvo al tema inicial: imagínate que llevas años ahorrando para tener un camarote en el Paul Gauguin, dispuesto a pasar unos días de inolvidable tranquilidad y romanticismo con tu pareja, bajo el silencio de las estrellas, disfrutando de la paz y ritmo de los mares del sur, y de repente te encuentras atrapado en un barco en medio de 270 húngaros. No te lo puedes creer. Tiene que haber un error. ¡Eso no no los dijeron en la agencia! -piensas. Y te toca tragar.
O eso, o le das la vuelta al asunto y aprovechas para conocer Hungría. ¡Y mira, al final, por el precio de uno acabas conociendo dos países, tú!
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