viernes, 31 de agosto de 2012

La perla negra de Gambier


Mangareva, Les Gambier, Polinesia Francesa. La perla negra se cultiva en gran parte del Océano Pacífico, pero la más bonita se encuentra en Polinesia Francesa...y dentro de la Polinesia, la superstar, la top quality, la que todas desean, se produce aquí, en las Gambier. Ninguna otra perla negra del mundo presenta la gama de tonalidades verdosas, azuladas y violetas como la perla de este apartado y bellísimo archipiélago.

La ostra perlera era conocida por los habitantes de estas tierras mucho antes de que llegaran los europeos. Sin embargo no era la perla en sí lo que interesaba más a los maohi sino su nácar, que utilizaban como arma u ornamento. Ocurría, sin embargo, que muy de vez en cuando la ostra sorprendía al recolector con un regalillo: una perla negra en su interior. Eso ocurría en 1 de cada 15.000 ostras. Al afortunado por los dioses no la perforaba ni la colgaba de un collar sino que la guardaba en una bolsita, como parte de su patrimonio.

Pero 1 entre 15.000 no era un negocio muy rentable, así que los japoneses idearon un método para "inducir" a las ostras a formar perlas. En 1960 el francés Jean-Marie Domard importa la técnica del Japón y en 1961 cultiva 5.000 ostras en el atolón Hikueru de las Tuamotu, las cuales producían más de 1000 perlas tres años más tarde. La cosa prosperó...y de qué manera: en 2005 el país generaba ya 5 toneladas. Hoy en día la perla negra de Tahiti se utiliza en la elaboración de las más preciosas joyas de todo el mundo.

La industria perlera es la principal fuente de ingresos en Gambier. El lagon alberga más de cien granjas. Un buen empresario local puede sacar un beneficio neto anual de 1 millón de euros al año. Ahí queda eso. 


Aquí abajo, una de las más de cien granjas perleras que pueblan el lagon de las Gambier:

El proceso de obtención de una perla negra de calidad es caprichoso, lento y costoso. Por de pronto no todas las islas del Pacífico ofrecen las condiciones adecuadas para su crecimiento. Hace falta un lagon con una combinación precisa de salinidad, temperatura, profundidad, escasez de fitoplancton, aguas calmadas, que tenga al menos un passe, que la naturaleza del fondo sea adecuada...y así podríamos seguir un buen rato. 

En consecuencia, sólo algunos atolones de las Tuamotu, el archipiélago de las Gambier, la isla de Mopelia, y la isla de Huahine producen perlas negras de calidad. El resto de islas lo ha intentado sin éxito. En 2010 me quedé sorprendido de observar la pésima calidad de la perla de las Islas Cook comparadas con las de Tahiti.

Pero de todas las perlas negras de Tahiti, sin lugar a dudas, la más preciada es la de aquí, la Gambier. Su color, brillo y perfección es sencillamente una maravilla de la naturaleza. Una vez has visto una perla de Gambier ya no te gusta ninguna más. Aquí os muestro un puñado, aunque las fotos son poco agradecidas.

El joven Achiles es miembro de la familia de la pensión donde me alojo. Tonio, su tío y padrastro, tiene, como tantos otros mangarevianos, una granja perlera. Esta mañana le pido a Achiles que me lleve a verla. Cogemos el jeep y lo aparcamos en el otro extremo de Mangareva, en una bahía apartada. Tras recorrer un pontón que parece acabar en el horizonte, nos espera su hermanastro, de apenas 8 años, que maneja la lancha como un profesional.


Una vez en la granja, Achiles me da una clase in situ que me viene “de perlas”. El proceso de obtención de una perla lleva más de 4 años de trabajo. Por de pronto hay que producir las huevas, tarea que generalmente corre a cargo de un especialista, no del perlicultor. El perlicultor, ahora sí, hace crecer las huevas hasta la madurez en celdas submarinas individuales, dispuestas a modo de red en zonas bien seleccionadas del lagon. Durante el año siguiente serán cuidadas por buceadores de la granja, que las limpiarán periódicamente de algas y parásitos.

Transcurrido este período de crecimiento llega el momento de “pasar por el quirófano”. Así como una perla natural es el resultado de un mecanismo de defensa de la ostra frente a la intrusión de un elemento extraño de origen natural (normalmente un grano de arena), hoy la intrusión del elemento extraño la lleva a cabo un chino. Sí, ha de ser chino pues parece ser que sólo ellos conocen la técnica (bueno, los japoneses también, pero cobran 10 veces más). El "elemento extraño" es una esferita (o núcleo) hecha de un material procedente de la cáscara de un caracol del río Mississipi. Más sofisticado imposible. El diámetro de ese núcleo oscila entre 4 y 12 mm según el tamaño de la perla que se busque.

El cirujano abre ligeramente la ostra con la ayuda de un fórceps, practica una pequeña incisión en las gónadas del bivalvo con un bisturí, e introduce dos elementos en su interior: el mencionado núcleo y un injerto de tejido liso procedente del nácar de otra ostra (la donante) que transmitirá el color y los reflejos a la nueva perla.

En la granja de Tonio, Kaka se dispone a introducir el injerto en una ostra, una operación que realiza de 400 a 600 veces cada día a una velocidad tal que ni siquiera te da tiempo a entender sus movimientos.

A partir de este momento, la ostra se vuelve a sumergir en su celda individual y se espera tres años a que se forme la perla alrededor del núcleo. 

Mientras, los hijos de Tonio juegan y se zambullen entre las aguas que la alimentan. Quizás la alegría de esos niños se filtre de alguna manera en estas perlas y juegue un papel importante en su particular belleza.

Las ostras que han producido las perlas más bonitas son injertadas de nuevo, esta vez con un núcleo mayor. Una buena ostra puede producir hasta 3 o 4 perlas.

En total, de 200 huevas, 100 llegan a ser injertadas, de las cuales únicamente 30 producirán una perla oficialmente vendible (es decir, de más de 0,8 mm de espesor de nácar), y de esas 30, sólo 3 serán muy bonitas o perfectas (clase A). Mucho trabajo para pocas perlas. Por eso son tan caras: una perla negra de 18 mm, clase A, tiene un valor aproximado en tienda de de 9.000 euros.

Sorprendentemente, el 100% de la producción perlífera de las Gambier se va directamente al Japón. Ni siquiera pasa por Papeete. Aquí, en Mangareva, no hay ni una sola tienda donde adquirirlas. Así que, paradójicamente, si uno quiere comprar una perla Gambier tiene que ir a Tokyo. Bueno...esto es la teoría...confieso que yo me vengo con unas cuantas que "guardo en una bolsita, como parte de mi patrimonio", tal como hicieran los maohis durante siglos.

jueves, 30 de agosto de 2012

El padre Laval y la comunidad católica de Mangareva


Mangareva, Les Gambier, Polinesia Francesa. En 1834, el padre Honoré Laval y tres misioneros franceses más de la orden Congrégation des Sacrés-Coeurs, desembarcan en las Gambier procedentes de Burdeos. Su misión: evangelizar el archipiélago.


Durante los siglos siguientes a los descubrimientos y las conquistas, los misioneros protestantes y católicos europeos competían por evangelizar todos los rincones de la Polinesia. Los protestantes se adjudicaron las islas de la Sociedad, las Australes y las Tuamotu. Los católicos se quedaron con las Marquesas. Quedaban las Gambier.

Laval y sus acólitos desembarcaron aquí un 7 de agosto de 1834. Fueron bien recibidos por "gente muy dócil”, como él mismo escribía en su libro. En efecto, muy dóciles tenían que ser pues a los 8 días Laval celebraba ya su primera misa, y a los dos años bautizaba a su rey Maputeca, que pasaría a llamarse Rey Gregoire. Laval hizo construir docenas de iglesias por todo el archipiélago, incluso una catedral de 48 m de alto y 18 de ancho: la catedral de Saint-Michel de Rikitea. También fundó conventos, torres de vigía, prisiones, escuelas, etc... En total, varios centenares de edificios (abajo, Catedral de Saint Michel en Rikitea, Mangareva)


Al morir el rey Maputeca (o Gregoire) en 1857, Laval se transforma en el representante oficial francés de las Gambier. Nuestro personaje se propuso hacer de este apartado archipiélago el núcleo católico de la Polinesia. Era autoritario y decidido. Convirtió a todos los habitante de la isla en 7 años. Quiso controlar los aspectos de la vida de los locales, en una especie de sueño de crear el paraíso en la tierra. Como resultado, creó una auténtica teocracia (abajo, ruinas del convento de Rouru en Mangareva)


Antes de la llegada de los misioneros, los mangarevianos habían convivido en la isla durante 11 siglos, aunque no muy pacíficamente: continuamente estaban enzarzados en guerras entre islas. Laval acabó con las acometidas, pero también con todas sus divinidades, que fueron eliminadas, decapitadas y quemadas. Laval supo calmar los ánimos con mano derecha y demagogia. Por ejemplo, mantuvo los cantos en los oficios, algo muy importante para los nativos.

La misión católica transformó radicalmente las Gambier. Laval consiguió poder espiritual e incurrió en la política y economía de sus habitantes. Animó a la gente a cultivar la mandioca y la batata, así como a perfeccionar la industria de la ostra. También creó escuelas y enseñó a tejer. Se consideraba el padre de todos. Tanto, que dictó el modo de peinarse, de vestirse, el uso de perfumes, sombreros, cinturones, colores... Acabó teniendo una autoridad total sobre los mangarevianos y no le importaban las quejas. Todos le obedecían. Llegó a decir que los mangarevianos actuaban como niños dóciles. Quizás los llegó a amar. Era un iluminado. Pasó 36 años con sus mangarevianos, los bautizó y los casó (abajo, iglesia de Nôtre Mère de la Paix en la isla de Akamaru).

A los que no le obedecían, simplemente los excomulgaba. Inventó un código de leyes que transmitió al rey Gregorio. Construyó una prisión para los que no las cumplían, que, por cierto estaba siempre llena.

Laval tomó cura de escribir y conservar todo lo antiguo referente al archipiélago: la genealogía de sus reyes, leyendas, rituales, ceremonias, canciones, música y la lengua mangareviana. Su libro todavía es utilizado por los historiadores de hoy en día.

Tanto poder y tanta fama hicieron saltar las alarmas en Tahiti. Así, en 1871 fue llamado a abandonar Mangareva por el obispo de Papeete, por “sobreprotección de su archipiélago”, aunque de hecho el no tenía intereses económicos. Exclamó “esa es la manera que me pagan por 36 años de trabajo misionero”.

Laval murió en abril de 1880, en Tahiti. Una docena de años después la población había caído en picado, de 2.000 a 500 habitantes, víctimas del alcohol, lepra y tuberculosis ¿consecuencia de su partida?...chi lo sa (abajo torre de vigía en Rikitea)

Hoy los mangarevianos son católicos fervientes consecuencia de la labor de Honoré Laval. No sólo eso: aquí se respira un aire de bondad generalizada fuera de lo normal. Al acabar de cenar, Marie, la chica de la pensión, me propone ir a rezar el rosario con su familia, una propuesta que no me habían hecho en ninguna otra isla. Acepto de buen grado, aunque le confieso que no me acuerdo de cómo iba todo esto. No te preocupes, tu compañía es suficiente   -me consuela (abajo, muro con el símbolo de los Sacrés-Coeurs, en la isla de Taravai)

Al final uno no puede evitar preguntarse si el balance global neto de las misiones cristianas fue positivo o negativo: ¿fue Laval dictador o salvador? ¿fue consciente del daño que hizo a la cultura mangareviana? ¿o por el contrario estaba convencido de que obraba bien? ¿cómo se sentía al forzar a los pobres isleños a la dura construcción de cientos de edificios de piedra bajo la amenaza de la excomunión? Ahí os dejo el tema para pensar un poco (abajo, ruinas de la escuela en la isla de Aukena)

martes, 28 de agosto de 2012

Las Gambier, el fin del mundo

Rikitea, Mangareva, Les Gambier, Polinesia Francesa. El lugar más alejado y apartado de Polinesia francesa es sin duda el archipiélago de las Gambier, en el extremo sureste del país. Es también el destino menos turístico del país. Así que la tentación de visitarlo es irresistible.

Estuve allí en 2010. No es fácil ni barato llegar. Hay sólo un vuelo semanal y el viaje es el más caro y largo de esta tierra. Las plazas del vuelo están reservadas con meses de antelación. Ya lo intenté en 2007 y permanecí en lista de espera varios meses, sin éxito. En esta ocasión no estoy dispuesto a quedarme con las ganas y hago la reserva con 9 meses de antelación...ahora sí.

El vuelo desde Papeete dura 4h para cubrir los 1.700 km de distancia que separan el archipiélago de la capital. El avión hace una escala en el atolón de Hao, en las Tuamotu, famoso porque acogió al personal que trabajaba en Mururoa durante las pruebas nucleares.

El archipiélago de las Gambier está formado por 14 islas e islotes que comparten lagon. Su formación, su clima, su vegetación, su gente, su lengua, su hora...todo aquí es diferente. En las Gambier viven 1.300 personas, todas en la isla principal, Mangareva, la única habitada. Rikitea es el pueblo principal.

El aeródromo está situado en un motu distante, Totegegie. Una embarcación nos lleva hasta la isla principal, tras un trayecto de 45 minutos. Me acompaña el grupo de baile local que ha representado a la isla en el Heiva de Papeete, y que parece seguir con la fiesta en el barco.


Enseguida me percato que el color de este lagon es de un azul diferente. Del mismo modo, la vegetación es más alpina, con más pinos y menos palmeras que en el resto del país. En el lagon abundan las granjas perleras, el negocio principal de la isla. Y es las Gambier producen la perla negra más bonita y preciada del planeta. Ya hablaremos de ello otro día...

En Mangareva me alojo en la pension Maro'i, que no tardo en descubrir que es mucho más agradable y tranquila que la otra opción, la de Bianca et Benoît, más conocida y popular. Me acogen Marie y Michel, que me tratan como si fuera de la familia desde el primer día.

Y, sobretodo, descubro que la pensión tiene un larguísimo pontón que se adentra en la calmada bahía. Un lugar ideal para meditar por las noches, bajo la luz de las estrellas. Así que esta mi primera noche en las Gambier disfruto de uno de mis actividades preferidas en esta tierra: contemplar las estrellas del cielo austral y el esplendor de la Vía Láctea, que, en el hemisferio sur es mucho más espectacular que en el norte. El lagon parece una balsa de aceite y Venus luce con tanta fuerza que se refleja en su superficie.

domingo, 26 de agosto de 2012

Ultimo día en Polinesia








Moorea, Polinesia Francesa. 
Llegó el día. Cuesta creerlo, pero sí, esto se acaba: esta noche cojo el avión de vuelta a Barcelona tras 40 días en Polinesia francesa.

Hoy un matrimonio francés que conocí en el Aranui y que vive en Moorea, me ha invitado a pasar el día en su casa. Mireille me recoge en coche en el hotel y me pasea por el interior de la isla hasta el Belvedère, lugar privilegiado y elevado desde donde se divisan las dos grandes bahías de la isla, la de Opunohu a la izquierda y la de Cook a la derecha, la primera muy salvaje todavía y la segunda ribeteada de casas en su costa.

Al regresar, Mireille se desvía por la Route des Ananas, así denominada porque atraviesa extensas plantaciones de piña, un negocio actualmente en boga en la isla.

Al descender hacia la bahía, alternan las vistas de los impresionantes picos y restos del gran cráter que una vez creó la isla. De vez en cuando la carretera transcurre por lugares que recuerdan nuestros bosques.

Finalmente llegamos a su casa, frente al lagon. Allí nos espera Daniel, su marido, que ha estado preparando la comida. La vista desde la terraza no puede ser más bonita: dirigida hacia el lagon y frente a las puestas de sol. Mireille me enseña una serie de puestas de sol fotografiadas desde aquí a lo largo del año que me dejan boquiabierto.

Tras la comida, a base de vegetales locales (árbol del pan, taro, mandioca, batata, etc...) y pescado (dorada y moluscos) Daniel ha preparado un postre muy original: helado de taro, inventado por él. Mireille me obsequia con un pote de mermelada de mango y otro de flor de tiaré para llevarme a casa.

Finalmente, me despido de mis amigos y me dirijo al muelle, donde cojo el último ferry para Papeete, el de las 17:45 h. Una vez a bordo, miro hacia arriba como queriendo saturarme de tanta belleza para retenerla unos cuantos días más. Son las últimas luces del día. Atrás, la Montagne Percée (montaña perforada) deja ver su pequeño y legendario agujero.


El Aremiti 5 anuncia su partida. Delante, los últimos rayos de sol alumbran tímidamente las cumbres de Tahiti.

Cuesta aceptar que esto se ha acabado, pero sé que volveré, como lo supe la última vez que pisé estas tierras, ahora hace un año. Adiós Polinesia, hasta muy pronto.

sábado, 25 de agosto de 2012

Buceo con ballenas


Moorea, Polinesia Francesa. La mañana amanece calmada y sin viento. La luz matutina ilumina tímidamente las instalaciones del Hotel Intercontinental de Moorea.


Esta mañana me apunto al tour-de-l’île que Bernard ofrece en su catamarán. Es temporada de ballenas (la ballena yubarta) y es probable que avistemos alguna. El trayecto comienza con pocas perspectiva de éxito: tras 1h de búsqueda sólo hemos conseguido ver un soplido a lo lejos. Eso sí, los delfines abundan por doquier y el paisaje es espectacular.

Bernard abdica en la búsqueda de ballenas en este rincón y nos propone seguir con el tour. Ayer estaban en el otro lado -nos dice. Visitamos las dos grandes bahías de la isla: la de Opunohu y la de Cook. Bernard nos cuenta que el capitán Cook, en 1777, no ancló el Resolution precisamente en la bahía que lleva su nombre sino en la otra. Cosas de la toponimia. En su interior, los impresionantes restos del volcán que originó la isla hace 2 millones de años parecen sacados de un libro de aventuras. Claro -caigo en la cuenta- es que son precisamente los grabados de Moorea que los dibujantes de Cook representaron en sus láminas los que inspiraron a los escritores de aventuras.

Al llegar a la punta sur de la isla, siempre oteando el horizonte, de repente grito con todas mis fuerzas ¡là bas! Por fin, a cierta distancia de nuestro catamarán, se había producido un chapuzón, síntoma de que una ballena rondaba por allí. Nos acercamos y resulta que no era una, sino tres, una pareja con su ballenato. Están tranquilas, descansando y vigilando de cerca las travesuras del pequeño, un pequeño de 10 toneladas, por cierto.

La curiosidad del ballenato es tan fuerte que se nos acerca hasta prácticamente rozar el barco, momento en el cual emerge su ojo a la superficie para examinarnos detenidamente. Es un instante mágico. ¿Qué habrá pasado por su mente?

Estamos tentados de tirarnos al agua para verlas desde dentro. A Bernard no lo vemos muy por la labor, pero ante nuestra insistencia de que en Rurutu (Buceando con ballenas en Rurutu) la gente se baña cada dia con ellas, acaba claudicando. Al final, una pareja y yo nos tiramos al agua. Al desvanecerse las burbujas que produce nuestro chapuzón, aparecen la siluetas de los cetáceos, justo a nuestro lado. La adrenalina está en "máximos históricos".

Acto seguido el ballenato, absorto por la curiosidad de saber qué son estos seres que flotan en la superficie, se dirije directo hacia mí, como si quisiera tocarme, y noto que me mira. Es una mirada intensa, misteriosa. De nuevo me invade la curiosidad ¿qué piensa?

Tras una hora de intensas emociones con estos increíbles animales, Bernard pone rumbo de regreso. A lo lejos, el ballenato parece enviarnos un adiós con su cola.