Me hospedo en uno de los tres pequeños bungalows de su pensión familiar, ubicados en una fina franja de playa que da al lagon. Eleonor tiene que ir hoy a Papeete, por lo que me pone en manos de su marido, Denis, un americano que cayó rendido ante la belleza y exotismo de esta raivavaense cuando se conocieron hace muchos años en San Bernardino, California, y que optó por dejar occidente y venirse a vivir aquí.
En la calle, la única en toda la isla, la gente pasea tranquila, sin estrés, sin rumbo, pues aquí el tiempo sobra. Hasta los dos gendarmes de la isla parecen tomárselo con calma.


Un poco más allá, frente al ayuntamiento, los chicos juegan un partido de fútbol. Otros cogen el autobús escolar, o pasean en bicicleta delante la iglesia, una iglesia cuyo reloj siempre marca la misma hora, las 10:30, como si en esta isla el tiempo se hubiera congelado.






Pero sin duda la atracción principal de la isla es sin duda lo que allí llaman La Piscina Naturelle. Se trata de unas entradas de arena blanca entre los pequeños motos que rodean el lago. Una vez allí te encuentras con una de esas playas desiertas con la que todos hemos soñado alguna vez, apartada, limpia, cristalina.